Relatos 

Dormir en un faro

Relato inspirado en una fotografía

Fotografía de Jose Luis Valentini

                                                                               Dormir en un faro

                                                                                        Karola Cosme

Habría preferido una cena para dos o un paseo a caballo, pero ella insistió en que sería una experiencia muy romántica.

163 escalones.

24 horas con ella.

103 años de antigüedad.

34 metros sobre el nivel del mar.

Yo y mi vértigo. Mi vértigo y yo.

Llegamos justo para ver el sol escondiéndose detrás del enorme vigilante dicromático en el que pasaremos la noche. Ella ya está encantada con las playas que hemos dejado atrás y la calma del lugar. Yo solo pienso en el vértigo, en cómo voy a subir su maleta con «ruedecitas» por la escalera de caracol y en las primeras veinticuatro horas que pasaremos, íntegras, los dos juntos. Desde que arrancamos el coche, deben haber pasado unas doce horas; empiezo a dudar si podré aguantar su compañía hasta el amanecer. No es por ella, es que necesito mi espacio, por eso no tengo ni perros ni gatos. Estamos acostumbrados a vernos después del trabajo y algunas horas los fines de semana. Da igual si terminamos en su cama o en la mía, cada gorrión termina volviendo a su nido antes del desayuno. Y así llevamos un año.

No es solo amanecer con ella lo que me preocupa, también la seguridad. Aquí no hay un alma. La vegetación que bordea la estructura tiene un color pajizo, incluso algunas plantas superan el metro de altura.

—¡Cari! —Antes de que me dé cuenta, ya ha sacado la foto. Ahí está: mi cara de bulldog junto a las mejillas radiantes de ella, y detrás de nosotros, el faro como testigo de nuestra primera salida más larga.

—¿Por qué será blanco y negro? Creía que eran todos rojos y blancos. ¿Por qué tendrán siempre dos colores? —pregunta. No sé bien si a mí o a ella misma.

—Los colores sirven para… —No me deja terminar. Enseguida activa la función de voz en su teléfono y vuelve a formular la pregunta que acaba de hacerme o hacerse. Siempre lo mismo. Ella y su teléfono. Su teléfono y ella.

—«Las franjas rojas y blancas ayudan al marinero a identificar el faro sobre un fondo blanco, como acantilados o rocas» —lee en voz alta—. Sí, pero de los blancos y negros no dice nada.

—Es por el contraste. También hay faros blancos, sin rayas, así se ven mejor si el fondo es oscuro. —Ni caso. Se ha puesto a teclear en el teléfono.

Esto es de película. Acaba de acercar un código QR de su móvil a una pequeña pantalla que hay en la puerta y se ha abierto con un ligero sonido vibrante.

Lo primero que encontramos al entrar es un olor a podrido, como a sardinas caducadas.

La luz del ocaso se cuela por la bóveda dándole al lugar el misterio que ella está buscando. Interruptores no veo, al menos aquí abajo. Me fijo en el enorme panel de control que alimenta al sistema de iluminación. No pienso tocar eso. Si quiere aventura pues pasamos la noche a oscuras, prefiero eso antes que morir electrocutado en un faro.

Ahora se ha puesto a hacer un vídeo. Para no salir con la misma cara de gilipollas que antes, me esfuerzo en sonreír cuando la cámara me enfoca a mí. Encuentra la escalera y me dice desde lejos que la siga sin acordarse de la maleta con «ruedecitas». La gente normal, como yo, se trae una mochila. Ella no.

Empieza la verdadera aventura.

Mientras ascendemos (yo con la maleta en brazos y ella con el móvil en mano), nos vamos deteniendo entre escalones para contemplar el esqueleto del faro: las barras de sujeción que atraviesan las paredes, los nidos de salitre que se han formado en las esquinas, las pequeñas ventanitas por las que no quiero ni mirar… Voy aferrado a la barandilla a una sola mano e intento mantener el equilibrio para que la maleta no se me escurra.

Llegamos al primer piso y encontramos una inscripción en francés en una chapa que indica el nombre de la empresa que trajo el faro aquí y la fecha en la que lo inauguraron: 1 noviembre de 1921.

De pronto, ella teclea algo en el móvil y el faro se enciende con un sonido de atracción de feria a la vez que sus ojos se encienden de felicidad.

—¡Flipo, tengo el control! —dice mirando embobada las luces del techo.

Ella me ruega con sus «porfi, porfi» que no salga a la primera terraza, que vayamos directos a la segunda. Olvida que no me entusiasman las alturas.

En el segundo piso veo dos colchones tirados en el suelo, adornados con cojines de colores y unas velas cilíndricas apagadas. Por el precio de la «Experiencia para dos: Dormir en un faro» ya podrían haber puesto unas flores y una cesta de fruta, digo yo.

—Joder, ¡mira la luna! ¡Está preciosa! —La escucho salir a la terraza pero no quiero ni acercarme. He soltado la maleta en alguna parte. Siento que me abraza de la cintura.

—Ven, no pasa nada. —Sus pies me guían. Cuento hasta tres y medio y echo un vistazo. De pronto, la panorámica me embucha. El río se convierte en dos ríos. La barandilla parece de juguete.

—¡Cari! —Saca una foto, otra foto, otra… Me dice que me esté quieto que está buscando el ángulo perfecto para que la luna salga detrás de nosotros. Pero no soy yo quien se mueve, es el suelo. Se mueve el mundo…

La caída es rápida. Treinta metros en apenas unos segundos. El grito de ella sí parece eterno. Siento una calma inmediata e inexplicable. Ella añade al grito un llanto ahogado e histérico que desemboca en lacónicas negaciones.

Me pregunto cómo hubieran sido sus lamentos si fuera yo quien estuviera ahora hecho añicos y no su maldito móvil. Parece que no voy a ser el único que «no» va a dormir en un faro.


El poder del botón rojo

Ganador del Primer premio 

XV Premio de Microrrelatos: 'Microhistorias en el ascensor' 2023, Madrid

                         El poder del botón rojo

                                Karola Cosme

Se mudó al ascensor cuando la echaron del piso a primeros de mes; dijo que como había pagado la comunidad, le correspondía el uso. Es propio encontrarse a la señora en bata, con un termo en la mano, preguntándote a qué piso vas. Nos tiene prohibido tocar el cuadro de mandos, y es casi delito entrar sin limpiarnos antes las suelas. Una silla de esparto le hace de cama, mesa, sillón de TV y armario.
El día que no respondía ni ella ni el ascensor, temimos lo peor.
—¿Gregoria, está bien? —preguntó un bombero.

—Perfectamente. Usen la escalera, necesito intimidad.


Repentina niñez

Ganador del Primer premio

I Certamen internacional de Relato Corto iLIVE 'Historias Llenas de vida', Cudeca e instituto Pallium, 2022, 

Repentina niñez

                                  Karola Cosme

Reconozco que al principio me pareció una locura volver a juntar a papá y a mamá bajo el mismo techo, porque, por mucho que la demencia haya ido borrando a esos que se odiaban, a veces, les viene un recuerdo fugaz y me llaman por mi nombre para preguntarme quién es el vejestorio que he metido en casa. Ellos, por suerte, no se acuerdan de los platos que se han tirado durante décadas. Ambos creen que el otro es un anciano al que cuido.

Hace años que mamá vive conmigo, pero a papá lo traje hace seis semanas, cuando entendimos que a él también se le estaba nublando la vida. ¿Qué podía hacer? Julia con los niños… imposible, y Oriol sigue en Londres. Quedaba yo, la pequeña, la soltera, la sin vida.

Además, solo podemos pagar una enfermera.

Por la tarde, cuando regreso, Rosa me cuenta que los ha visto bailar un vals en el salón o que los ha escuchado decirse entre risas cosas al oído.

Estoy disfrutando de su repentina niñez. Sé que rompí su estúpida promesa de no acercarlos más, pero me siento inmensamente feliz de verlos juntos otra vez.